
Su destreza en el dibujo, que le convertiría en maestro del rey Felipe IV y el conocimiento del color, queda concretado en los cuadros de tema religioso, en la calidad de sus retratos, en los paisajes y en las figuras de santos.
Entre ellas destacan las representaciones de María Magdalena, una de las santas más apreciadas por la orden de los Dominicos en la cual ingresaría el pintor. Sobresalen por los largos cabellos pintados con gran naturalismo, al igual que sus Vírgenes, verdaderos retratos femeninos captados del natural, de la vida cotidiana de comienzos del siglo XVII.
Entre ellos sorprende al espectador este lienzo proveniente de una colección privada suiza en el que la santa aparece como una mujer joven, semidesnuda, con cabellos que sobrepasan la cintura. Su carne blanquecina contrasta con el rojo vivo de su manto que la convierten en un prototipo de la sensualidad y lo carnal de los placeres humanos.
De esta manera, Juan Bautista Maíno, utiliza los mejores recursos estéticos del arte pictórico barroco para expresar la ejemplaridad moral de María Magdalena en el desierto, sin renunciar a la belleza formal.
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