LA FORMA DEL AMOR


Unir la realidad y la fantasía puede ser un magnífico recurso para hablar del amor, la soledad y las relaciones humanas en un contexto histórico significativo. La nueva película, LA FORMA DEL AGUA, escrita y dirigida por el realizador mexicano, Guillermo del Toro, lo emplea de forma brillante al tratar la relación mágica entre una empleada de la limpieza de un laboratorio secreto y un ser anfibio, mitad hombre, mitad pez, que los norteamericanos tenían para su estudio en este lugar. Sitúa la acción, de igual manera, que en El laberinto del fauno en un conflicto histórico pasado, la Guerra Fría, donde se puede observar mejor la diferencia entre el bien y el mal, este último representado por el jefe de seguridad del recinto secreto, que tortura continuamente a este ser singular traído de un lugar apartado de la selva amazónica, y al que los nativos adoraban.


La protagonista, Elisa Esposito (Sally Hawkins), muda desde niña por el abandono y el maltrato sufrido, se enamorará de este hombre anfibio, y hará todo lo posible para liberarle de la violencia que ejercen sobre él. Para ello pedirá ayuda a su único amigo, Giles, un hombre mayor, que como ella, vive solo en un apartamento encima de un cine de barrio. También a su compañera de trabajo, Zelda, que le ayuda a comunicarse por entender el lenguaje de signos. El propósito del gobierno norteamericano es estudiar a este espécimen singular, primero vivo, y luego muerto, analizando sus órganos, sin importarle, la vigilancia férrea del jefe de seguridad. Ante su inminente muerte, Elisa y sus amigos, organizarán su puesta en libertad sacándolo en una furgoneta. Para ello contarán con la ayuda de un científico, que es un espía soviético, que trata de salvarle igualmente la vida.


Elisa llevara al hombre anfibio a su apartamento y disimulará que ella no tiene nada que ver con su desaparición del laboratorio. Sin embargo, Richard, el jefe de seguridad, no tardará en averiguar donde se encuentra, después de haber descubierto al científico ruso, y llegar a la casa de Zelda, que avisa a su amiga para que huya y lleve a cabo el plan de liberar al hombre anfibio como estaba previsto, un día lluvioso, cuando el canal se llena y la compuerta se abre al mar. Sin embargo, no sucede todo de esta manera, sino de forma en la que la violencia del perseguidor hiere mortalmente a los protagonistas, para luego revivir, tras las heridas, debajo de las aguas. Triunfa, por tanto, el amor, la relación entre el hombre anfibio, que tiene poderes sobrenaturales de sanación e inmortalidad, y Elisa, la mujer solitaria y muda, que supo forjarla desde la incomunicación y el deseo.


La película ha recibido hasta ahora máximos premios en el Festival de Venecia y en los Globos de Oro, muy merecidos para una obra que conjuga una puesta en escena que nos lleva al pasado donde la realidad se mezcla con la fantasía, cuya historia engancha desde el primer momento al espectador. También por el lenguaje poético que transmiten las numerosas metáforas que la componen. La mayor resulta de la comparación entre el agua, que es un elemento que adapta su forma a lo que la contenga, y el amor, que tendría la misma propiedad. Uno sería encarnado por el hombre anfibio/agua, que tiene el poder de sanación y la inmortalidad, y el otro por, Elisa/amor, cuyo afecto y deseo lo desposita en esa criatura sobrenatural, como podía haber sido en una persona cualquiera. Así, la forma del agua del título, sería la forma del amor.

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